Las conductas de todos nosotros responden a dos tipos fundamentales de estímulos. Por una parte se encuentran los endógenos (es decir, que se origina por causas internas) y por otra los exógenos (cuyo origen es externo). Así, por ejemplo, el hambre y el potencial mal humor que le acompaña, son un estímulo del primer tipo; en tanto que si voy a mi escuela, y alguien roba mi almuerzo; el potencial mal humor es de origen exógeno.
Conforme los niños van madurando, es posible que puedan distinguir y eventualmente gestionar de manera “adecuada” los estados emocionales que se producen con ambos tipos de estímulos. Vale la pena señalar que una vez alcanzada cierta madurez, no es que desaparezca el mal humor que acompaña a las situaciones de nuestros ejemplos previos; lo que ocurre es que somos capaces de modelar y moderar nuestras respuestas. Así, en vez de simplemente explotar, podemos buscar algo de comer, y en el segundo caso, por ejemplo, comentar con nuestro tutor, que alguien sustrajo nuestro almuerzo.
En ocasiones las conductas de un chico -distracción, rebeldía, apatía, aislamiento, malas notas, etcétera- pueden estar originada en situaciones exógenas. Así el comportamiento se convierte en una señal de que algo está ocurriendo en su entorno. Por ello, por más que se busque resolver la conducta “problemática” desde el ámbito de lo endógeno -lo que el chico siente y hace- no se obtienen los resultados deseados. Dado que los niños reciben la mayoría de sus estímulos exógenos en su casa, y en segundo término en su institución educativa, ante alguna conducta “disruptiva” vale la pena observar y evaluar qué es lo que ocurre en estos dos ámbitos.
Pareciera simple entender qué es lo que pasa al interior de la familia y su vinculación con el síntoma detectado; pero la imposibilidad de observar desde una “distancia emocional” y la falta de un entrenamiento específico, hacen que la tarea sea, básicamente, imposible para los miembros de la propia familia. Es como tratar de ver una “pintura” siendo parte del cuadro; y es aquí donde la presencia de un profesional en terapia familiar puede aportar la “luz” y perspectiva que hace falta para entender la mejor forma de apoyar a la familia, y al chico que presenta el síntoma de interés.